
SED DE SANGRE - LEYENDA URBANA DE NUEVA POMPEYA
«Bebí de ella profundamente, y en el dulce trance de la absorción, volví a mi ser, y lo que encontré fue una sed aún más profunda.»
Joseph Sheridan Le Fanu, Carmilla.
Era una noche templada de octubre, y el insomnio me tenía prisionero. Alrededor de las tres de la mañana, me encontré cambiando de un canal a otro en la televisión, buscando algo que valiera la pena. Como siempre, me pregunté para qué pagaba un servicio de cable si nunca encontraba una buena película. O bien estaban a punto de terminar, o peor aún, dobladas en un horrible latino.
Detesto no poder dormir, especialmente cuando sé que debo madrugar. Pero lo que más aborrezco es el silencio de la noche, ese vacío en el que los recuerdos y las preocupaciones empiezan a danzar en la oscuridad, invadiendo la mente y negándome el descanso generándome cierto clima de ansiedad.
Cerca de las cuatro, mi celular vibró, anunciando la llegada de un correo. Pensé que sería spam, quizás alguna oferta de algo que no necesito. Sin mucho interés, extendí la mano hacia el dispositivo que titilaba en la mesita de noche y abrí el mensaje. Provenía del formulario de contacto de mi página web. Primero, me sentí intrigado; luego, al leer el contenido, esa intriga se transformó en asombro.
La única vez que vi a Martín fue en un pequeño bar sobre la Av. Sáenz, en la esquina con la Av. Rabanal (Ex Roca). No fue difícil reconocerlo por su distintivo estilo gótico. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana, y él comenzó su relato.
—Lo que voy a contarte sucedió el domingo a la madrugada. Recién había bajado del colectivo, venía de un boliche del centro con un amigo. Él estaba bastante borracho, pero yo no había tomado nada. Nos bajamos a dos cuadras de acá, justo en la esquina de la iglesia —dijo con voz temblorosa, sus ojos reflejando una mezcla de miedo y confusión. Tomó un sorbo de su exprimido de naranja antes de continuar—. Empezamos a caminar hacia casa. Vivo a unas seis cuadras de ahí, y quería que Jesús, mi amigo, se despejara un poco del alcohol. Fue entonces cuando lo vimos.
Martín hizo una pausa. Aproveché para tomar un sorbo de mi café, intentando no interrumpirlo. Él cerró los ojos brevemente, como si buscara en su memoria las palabras exactas para describir lo que había presenciado.
—Era una noche oscura, cerca de las cinco de la mañana. Las calles estaban desiertas, y apenas se veía algún coche pasar. Fui el primero en verlo. Era un tipo vestido de negro, encapuchado, con una túnica como las que usan en las películas de terror. Estaba arrodillado frente a un mendigo que dormía, muy cerca de él. Al principio, pensé que le estaba afanando, pero entonces esa cosa se giró y nos miró directamente. Nos clavó la mirada a cada uno, como si pudiera vernos el alma. Estábamos petrificados, no podíamos movernos. Su piel era extremadamente pálida, casi brillaba bajo la luz de las luces de la calle. Sus ojos eran negros como el carbón, y su cabello estaba enmarañado, sucio, lleno de tierra, igual que su ropa. Pero lo que más nos impactó fueron sus labios. Estaban cubiertos de sangre. Tanta, que goteaba de su boca al suelo.
El silencio que siguió fue pesado, cargado de tensión. Martín buscaba en mi rostro alguna señal, una reacción que validara lo que acababa de contarme. Recordé una leyenda similar que me habían narrado años atrás, sobre una criatura de piel cenicienta que atacaba a sus víctimas para drenarlas de su sangre. Sacudí la cabeza para despejar ese pensamiento y regresé al momento presente.
—Eso suena a un vampiro —le dije, tratando de darle una explicación lógica a lo que parecía un relato sacado de una película de terror.
Martín asintió, esbozando una sonrisa nerviosa.
—Eso mismo pensamos Jesús y yo. Y en ese instante, como si la cosa hubiera leído nuestra mente, una niebla densa apareció de la nada y… desapareció. Salimos corriendo como locos y, en cuestión de segundos, estábamos en casa.
Su relato había terminado, pero quedaba una sensación de incomodidad en el aire. Después de unos minutos de conversación sobre criaturas sobrenaturales y leyendas urbanas, Martín miró por la ventana, notando cómo el sol comenzaba a descender tras los edificios. La luz del anochecer proyectaba sombras largas y espectrales. Decidió que era hora de marcharse. Yo, en cambio, sentí la necesidad de investigar más.
Las primeras cuadras de la Avenida Sáenz, después de cruzar el puente, están llenas de tiendas de todo tipo, vendedores ambulantes, multitudes de personas y un tráfico constante de vehículos que van y vienen de la capital. La Iglesia del Rosario de Nueva Pompeya, de estilo neogótico, es uno de los hitos más reconocidos de la zona. Su construcción comenzó en 1896, lo que la convierte en una de las edificaciones más antiguas del barrio. Fue a su sombra donde decidí buscar más pistas.
Edelmiro (Vendedor ambulante): “Hay gente muy loca por acá. Muchos chicos se la pasan chupando y fumando cosas raras. Una vez, uno intentó dispararle a una mina que no quería entregarle la cartera. Pero eso de que se chupen la sangre entre ellos… ¡Eso sí que no me lo creo!”
Fernanda (Transeúnte): “Escuché que atacaron a una anciana en la zona. Decían que le habían sacado toda la sangre. Seguro se referían a que le robaron la jubilación”, dijo, riéndose con sarcasmo. “Pero eso de los vampiros… no me lo creo. Debe haber sido un cuchillazo, y el asesino, para asustar a algún testigo, se llenó los labios con la sangre. O quizás era un loco, pero vampiro… ¡eso nunca!”
Justo cuando Fernanda se alejaba, un anciano de aspecto peculiar tocó mi hombro y me hizo un gesto para que lo siguiera. Su apariencia era desaliñada, y desprendía un fuerte olor a alcohol. No sé por qué, pero decidí acompañarlo. Cruzamos la calle y el Metrobús, y una vez en la plaza, se sentó en el suelo, alejado del bullicio. Cuando tomé asiento frente a él, me pidió que le contara por qué estaba preguntando por un hombre extraño. Su aliento apestaba a alcohol, pero aún así le repetí la historia. Me relató algo sorprendente.
Felipe (Testigo): “Seguro era uno de esos vampiros. Hay dos o tres por acá. Es raro verlos, pero suelen atacar a los que vivimos en la calle, como yo. Son rápidos y siempre visten de negro. Yo puedo apestar, pero ellos… ¡No tenés idea! Y siempre están llenos de tierra.”
Sacó una pequeña botella envuelta en una bolsa y dio un largo trago antes de continuar.
Felipe (Testigo): “Yo sé dónde se ocultan esos desgraciados. Debajo de esa iglesia. Es muy vieja, seguro tiene algún túnel o catacumba que nadie conoce. Los he visto entrar antes del amanecer. Algunos trepan hasta el campanario como ratas, otros se convierten en humo y se meten por las puertas. La gente no sabe nada, y siempre lo niegan.”
Tras sus palabras, decidí que era suficiente por un día. La iglesia estaba cerrada a cal y canto, y la noche empezaba a envolver la ciudad en penumbras. Con esta historia en mente, me lamenté por haber dejado mi crucifijo en casa.
En el colectivo 179, rumbo a Lanús, no pude evitar pensar en la leyenda del vampiro de la colonia que había escuchado antes. Un ser milenario que se alimentaba de los vivos y se ocultaba en los laberintos subterráneos de la ciudad. Después de todo, nadie sabe realmente lo que hay bajo las calles de Nueva Pompeya, qué criaturas podrían estar arrastrándose por ahí, lejos de la luz del día.
Recordé que, según los relatos, el primer ataque conocido de esta criatura fue en 1910. Y ahora, más de un siglo después, todavía se reportan incidentes similares, el último hace apenas unos días, en 2023.
Aunque no siempre se puede tomar todo al pie de la letra, a veces es difícil no sentir que detrás de algunas leyendas hay algo más que simples fantasías urbanas. Dicen que los muertos están muertos y que no regresan, pero ¿quién soy yo para asegurarlo?